martes, 19 de enero de 2010

Árboles no somos y piedras tampoco

Animales, por descarte. Animales de manada, con jerarquías y fogones y tambores, y pulsiones -llenos de pulsiones-, invadidos de salvajismo para que los analistas se froten las manos y se bajen los bifocales y suban un poco más de grado, justo por encima de los arquitectos, justo por debajo de las estrellas de cine.
Pero lo terrible, lo realmente atroz, es descubrirse doméstico. Tan doméstica –yo- que necesito que venga ella y me diga "buena chica", tan doméstica que una palmadita suya vale más que una herencia de instinto. Tan doméstica que muevo la cola si me grita y le pido perdón con los ojos; tanto, tanto, que dejo lo que soy para intentar ser. Para poder hablarle con palabras y compartir sus hábitos y ser. Para pertenecerle más. Aunque no pueda, aunque ella sepa que nunca voy a ser. Aunque yo sepa. Aunque su mirada nunca alcance para que yo sea. Porque no soy, porque no puedo ser. Porque soy sólo un animal doméstico, y ella es mi Dios.
Porque, creéme, todos somos. Pero algunos tenemos dueño.

1 comentario:

Decimeló, decimeló... Esperá que me siento. Ahora sí: decimeló.