Y en mi mente era valiente, por supuesto. En mi mente la galopaba, la cansaba hasta que no sabía qué era real y qué sueño y qué pesadilla, y ésa era toda la vida que necesitábamos prometernos. En la intención, Doctor Fernández, la envenenaba de mí hasta que ya no podía separar mi cuerpo del placer, le enfermaba los horarios con excusas de labios y de piernas, la hacía confundir el arriba y el abajo al ritmo de acordes secretos de mis dedos. Porque, en mi mente -que usted conoce tan bien, Doctor Fernández-, todavía buscamos palabras de éxtasis para susurrarnos en la madrugada, urgente las dos, desesperadas por no dejar pasar el momento, por atraparlo en la tensión de músculos embriagados, y ése es el único vértigo que reconozco.
Pero me quedé quieta, no pude hacer otra cosa. Tenía miedo, Doctor, entiéndame: no quería arriesgarme a perderla. No pude moverme: perdón, perdón, no pude. Y ahora el baile de las estatuas dictó sentencia, y ahora soy para siempre no poder, y querer ya es anecdótico. Ahora no me queda más que quedarme quieta, aunque no lo quiera. Porque no importa cuán claro lo vea en mis ganas, ahora sólo puedo hacer una cosa para hacerla feliz: nada de eso.